domingo, 23 de diciembre de 2007

BLADE RUNNER, CINE DE CULTO


Era un chaval cuando la vi por primera vez en la fecha de su estreno en Córdoba, en el cine Lucano, hoy desaparecido. Me fascinó. Ciertamente no era lo que esperaba al entrar en la sala: un film de aventuras, sin pretensiones y con Harrison Ford como un Han Solo redivivo. Pero al día siguiente, en la escuela, recuerdo que no hablaba de otra cosa. La recomendé por doquier, a unos y otros... y me sorprendió un tanto que, más tarde, a algunos no les pareciera gran cosa. Preferían a Han Solo.


Ha pasado un cuarto de siglo. Y Blade Runner sigue fascinándome, como a tantos miles de humanos (¿o Replicantes?) en todo el mundo. Como sabréis, circula ya en los comercios en lujosa y exhaustiva edición (la primera tirada se agotó en un día) el enésimo montaje a cargo de su director, Ridley Scott, y con dicho motivo me gustaría conocer vuestra opinión: ¿qué versión es vuestra preferida? ¿Mantenemos la voz en off o la suprimimos? ¿Os gusta la idea del unicornio?
El debate está servido.

domingo, 2 de diciembre de 2007

LUZ DE DOMINGO

El cine de José Luis Garci concita partidarios acérrimos y detractores furibundos. Yo, al margen de la simpatía que le profeso en lo personal, me cuento entre los primeros. A diferencia de lo que hoy se estila, sus películas no son de efectos especiales sino de efectos sentimentales. Tal vez en ocasiones se le vaya la mano con el azúcar, pero prefiero eso a comerme la pulpa de una tuera. Es un cine de imágenes cuidadas y diálogos inteligentes y sabios. Si ésta su última obra hasta la fecha la hubiese firmado un director noruego o danés, de apellido impronunciable, la crítica nacional estaría hablando de obra maestra. Al susodicho le habrían sacado bajo palio. Pero Garci es de Gijón, seguidor del Sporting -y de cualquier equipo que juegue bien-, y no se da ínfulas de grandeza a pesar de tener un Oscar en la repisa y haber sido nominado en tres ocasiones más.

Aunque tal vez no haya cometido pecado peor que el de la independencia. De eso trata justamente su Luz de domingo, basada en un relato de Pérez de Ayala ambientado en la Asturias de 1911, y que me permito recomendar encarecidamente a cuantos se asoman a este blog. El protagonista es un hombre recto, que pagará muy caro el no plegarse a abusos ni componendas, con el telón de fondo de dos bandos, Chorizos y Becerriles, enfrentados desde tiempo inmemorial en una lucha enconada y fratricida. La cantinera del lugar, foránea, sentencia lúcida: ustedes no se alegran de lo bueno que les ocurre, sino de lo malo que les ocurre a los de enfrente. El gran Alfredo Landa ha anunciado su retirada tras este trabajo; es de lamentar, aunque uno no consigue imaginar mejor despedida que su creación de Joaco, un prodigio de miradas y gestos sutiles. Carlos Larrañaga por su parte compone un cacique tan ladino como amoral.

Hermosa película, con aroma de western clásico, que nos pone frente al espejo de nuestras miserias: las que esconde la bella tierra de esta piel de toro, maldita por el virus del cainismo.

lunes, 5 de noviembre de 2007

PROMESAS DEL ESTE


Como le decía al compañero Anro en su excelente blog Las puertas de Babilonia, me gustó bastante Promesas del Este, lo último de David Cronenberg. A pesar de su guión un tanto tramposo (los servicios sociales tienen por mandato legal la tutela de los menores en situación de desamparo; la sustitución de Vincent Cassel por Viggo Mortensen en el baño turco se antoja una treta muy burda, que tardaría poco tiempo en ser descubierta), la trama se sigue con sumo interés y hay un puñado de secuencias soberbias: a destacar, ya atisbándose el desenlace, la que tiene lugar junto a un Támesis bañado por las sombras. Armin Mueller-Stahl fue una revelación en La caja de música, de Costa-Gavras, y desde entonces no ha dejado de refrendar su talla de gran actor. A Viggo le falta muy poco para cuajar uno de esos personajes que engrosan por derecho propio las antologías del género. Y de Naomi Watts qué cabe decir, sino entender sin ambages el empecinamiento de Kong por tenerla a su vera.
Addenda: Acabo de conocer el fallecimiento de Peter Viertel, a quien tuvimos la fortuna de tratar, y de quien recomendamos encarecidamente en este blog su novela Una bicicleta en la playa, allá por el mes de marzo. Al margen de su avanzada edad, parece claro que su corazón no ha sido capaz de asumir la pérdida, hace tan sólo tres semanas, de la que fuera su esposa, la divina Deborah Kerr. Con él se va uno de los últimos testigos de la era dorada del Hollywood clásico. Descanse en paz el bueno, afable y siempre lúcido Peter Viertel.

sábado, 13 de octubre de 2007

EL VEREDICTO


Si en nuestra anterior entrada en este blog hacíamos referencia a El castañazo como una de las grandes creaciones de Paul Newman, parece obligado detenerse un momento en la que tal vez sea de entre todas su cota más alta y una de las joyas del cine americano de la segunda mitad del siglo: Veredicto final.

El título en castellano es más ampuloso y grandilocuente que el original: The Veredict. Newman es aquí Frank Galvin, un abogado que apuntaba muy alto, al que su inusual honestidad y su exceso de escrúpulos han convertido en un residuo del sistema: un individuo derrotado, sumido en el alcohol, que, de repente, y enfrentado a un caso de negligencia médica, experimenta una suerte de revelación mística.

Asistimos a partir de ese instante a las argucias y enjuagues del entramado judicial, el mismo al que se supone destinado a impartir justicia en pro de la colectividad; y asistimos sobre todo al proceso de redención de un ser humano, interpretado por Newman con tal convicción y sinceridad que cuesta entender cómo pudo un mimético pero superficial Ben Kingsley arrebatarle el Oscar al Mejor Actor de aquel año gracias a Gandhi (aunque la competencia tampoco era manca; coincidieron en esa cosecha el Dustin Hoffman de Tootsie y el Jack Lemmon de Missing).

El film se sustenta en un guión sobrio, preciso, de David Mamet, el dramaturgo que firmó también los diálogos incisivos y letales de Glengarry Glenn Ross; y tras la cámara está Sidney Lumet, el artífice de Doce hombres sin piedad, Serpico o Tarde de perros, entre otros. Una mirada al plantel de secundarios nos descubre a un soberbio James Mason, que compone un leguleyo tan prestigioso como ladino y amoral; y está también la bonhomía inefable de Jack Warden, como el amigo leal del protagonista.

Veredicto final (o The Veredict) es una de esas películas en las que nada resulta gratuito y en las que, a pesar de la aparente parsimonia de la narración, cada plano y cada línea de diálogo están repletos de información. Dicho de otro modo: no dejan de ocurrir cosas. El resultado es un clásico incontestable que a este cinéfilo le encanta revisar una y otra vez, si bien nada es comparable a la emoción del primer encuentro.


domingo, 16 de septiembre de 2007

VISIONARIA PROFECÍA


Debo haberla visto cinco o seis veces en los últimos veinte años. Y cada una de esas ocasiones pienso que es mejor película. Probablemente la razón no sea otra que su tremenda modernidad. El castañazo (Slap Shot, 1977) anticipa muchas de las lacras del deporte profesional de nuestros días (y de la sociedad que lo ampara): el culto a la violencia, la apelación al morbo por los medios de comunicación, el ocaso de los ideales... El gran George Roy Hill, director menospreciado donde los haya, tradujo en imágenes el sabio guión de Nancy Dowd dando lugar a una comedia corrosiva, feroz, de las que no dejan títere con cabeza, y que cuenta a la sazón con una de las mejores interpretaciones en la extensa trayectoria de Paul Newman (lo que no es decir poca cosa).

El galán de Dos hombres y un destino y El golpe, títulos ambos donde estuvo a las órdenes del citado Roy Hill, está memorable como Reggie Dunlop, entrenador y jugador maduro, al borde del retiro, que se aferra a su profesión del mismo modo que intenta reconquistar a su esposa: como un intento fútil pero tenaz de detener el paso del tiempo.

Entre los secundarios, todos eficaces y ajustados, vemos a Strother Martin, uno de los habituales de Peckinpah. Y la banda sonora es un aluvión de temas para el recuerdo, incluyendo el Sorry seems to be the hardest word, acaso la mejor canción compuesta por Elton John.
¿Se nota que me gusta?

martes, 28 de agosto de 2007

UMBRAL MORTAL


Recuerdo que durante mucho tiempo fui alérgico a su escritura. Pesaba demasiado en mi ánimo la imagen distante, altanera, egocéntrica. Todo cambió, empero, a partir de la lectura de Mortal y rosa. Me caí del caballo con aparatosidad, deslumbrado por una prosa refulgente, desbordante de imaginación y libertaria, y henchida de lúcido patetismo.

Mi primer error, tan extendido, consistió en confundir obra y persona. También, y no menos asiduo, el de equiparar persona y personaje. Hace tiempo que procuro huir de semejantes dislates. Chaplin, por citar un nombre, creó auténticas obras de arte: perdurables, imperecederas. Que su vida privada fuese al tiempo una colección de desatinos y una persecución constante de adolescentes núbiles carece a la postre de relevancia, salvo acaso para sus familiares, herederos directos e historiadores escrupulosos.

Rara vez estaba de acuerdo con lo sostenido por el Umbral columnista; pero me fascinaban sobremanera sus columnas, lo que no deja de ser llamativo. La clave, claro está, reside en el estilo, en el ritmo subyugante, en el valor de la palabra justa que es, en última instancia, lo que define a los grandes escritores. Cuando coincidía con su criterio, ¡ah!, entonces el placer era completo.
Le echaré de menos, iba a escribir. Pero he caído en la cuenta, gozoso, de que le seguiré leyendo.

domingo, 5 de agosto de 2007

NADIE AMA A UN POLICÍA


El adepto al cine negro comparte igual o parecida devoción por la novela negra. Ambos guardan estrecha relación, son correlato el uno del otro, se retroalimentan entre sí desde los tiempos en que Faulkner y Chandler escribían guiones para los gerifaltes de la gran industria hollywoodiense. Por eso mismo, y porque me apetece, me permito recomendar desde este recodo del ciberespacio esa espléndida novela del argentino Guillermo Orsi que es Nadie ama a un policía (Almuzara, of course). No en vano el Jurado correspondiente –entiendo que con buen criterio, un servidor formaba parte del mismo–, saludó su excelencia galardonándola en fecha aún reciente con el II Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona.

El personaje central de la trama responde al nombre de Pablo Martelli y fue agente de la policía federal, aunque ahora gasta su tiempo vendiendo accesorios de baño; un cometido, al menos en primera instancia, más prosaico. Sin embargo, Martelli aún guarda fidelidad a los amigos de antaño. Pertenece a esa casta de los cínicos sentimentales, en la que figuran hitos, iconos del género negro como Philip Marlowe o el mismo Sam Spade. Son gente que lo han visto todo, desde la miseria de los arrabales al hedor refinado de las mansiones pudientes. Mas, como en la fábula del escorpión, fieles a su condición, estos tipos mantienen cierta entereza moral. Aun sabedores de que esa actitud no les causará sino problemas, optan por mantener cierta integridad en medio del marasmo de corrupción y bajezas que les rodea.

No es que Martelli sea un individuo impoluto; pero su maldad, como el infierno, está impregnada de buenas intenciones; o al menos de atenuantes que en su entorno ni se atisban. Lo que logra Orsi –que es, digámoslo ya, un escritor de una pieza, de los que van quedando pocos– es arrastrar al rendido lector a la vorágine que era la Argentina de finales de 2001, cuando las conjuras se larvaban sin descanso en el caldo de cultivo de un fiasco económico descomunal. La intriga se sigue con fruición, las réplicas –lapidarias, como corresponde– rezuman inteligencia y mala baba, en la mejor tradición del género. Y así, mediante un relato absorbente y cautivador, Nadie ama a un policía nos brinda al tiempo un retrato ajustado de un país, de una sociedad al borde de la quiebra. Eso, y no otra cosa, es la novela negra.

Grande eres, Orsi.

jueves, 12 de julio de 2007

BRAD & PAT


El cinéfilo, ya lo dice el rótulo, es un tanto distraído. Y su mirada repara en algo más que celuloide, sea éste excelso o banal. Verbigracia, el Festival Internacional de la Guitarra recaba su atención como el evento cultural más destacado del tórrido estío cordobés. Como en todas y cada una de las ediciones anteriores, el programa elaborado es susceptible de críticas fundadas; en mayor medida por los que faltan que por los que están. ¿Para cuándo la visita de Mano Lenta, el gran Eric Clapton? ¿Y tendremos algún día la oportunidad de ver por estos lares a un tal Knopfler, que dicen que no lo hace del todo mal? Ojalá. Pero estas y otras ausencias no impiden que el Festival cuente, un año tras otro, con la presencia de creadores muy ilustres, pertenecientes a campos y géneros a la sazón bien diversos, y que hacen de esta propuesta una cita ineludible y de sobrado interés.

Escribo estas líneas cuando el certamen aún no ha concluido, por lo que mi juicio tal vez sea un tanto precipitado; pero es poco probable que ninguna actuación de las restantes alcance las cotas de intensidad del encuentro entre dos de los músicos más deslumbrantes que ha dado el panorama del jazz en las últimas décadas. Hablo, claro está, del guitarrista Pat Metheny y el pianista Brad Mehldau, cuyo concierto en el Gran Teatro el pasado día nueve de julio permanecerá largo tiempo en el recuerdo de los numerosos aficionados que abarrotaron la sala.

No era ésta la primera excursión de Metheny por estos pagos; aquí –como en muchos otros lugares del orbe– cuenta con una legión de fieles y encendidos partidarios (entre los que me cuento). Metheny ha logrado el prodigio de acercar al jazz a quienes jamás habían alimentado empatía hacia el género, sin diluir por ello un ápice la esencia de esa música de raíces ancestrales. Al margen de su asombrosa técnica instrumental, que tanto debe al estilo del mítico Wes Montgomery, ha demostrado con creces su talento como compositor, refrendado en un puñado de estimulantes bandas sonoras (caso de El juego del halcón o Mi mapa del mundo). Vaya, de nuevo el celuloide.

El también norteamericano Brad Mehldau despuntó hace un par de lustros al frente de un trío que completaban el bajista Larry Grenadier y el baterista de origen valenciano Jordi Rossy. Con ellos grabó varios discos en los que Mehldau retomaba temas clásicos y standards con una mirada al tiempo respetuosa de la tradición y audaz, transgresora hasta cierto punto en las formas. Asimismo Mehldau incluía en su repertorio versiones de solistas y grupos del rock más alternativo (con Radiohead como principal referente). Ha sido comparado de manera asidua con Bill Evans y Keith Jarrett, pero Mehldau, aun habiendo bebido de esas fuentes, maneja un discurso sumamente personal. Lo que le define de modo prioritario es su profundo conocimiento del legado de la llamada música culta (hay ecos en su obra de Schubert y Brahms), en la que se formó, y que fusiona en una mixtura fascinante con el jazz de Thelonious Monk o Bud Powell. En cierto modo, Mehldau es la viva imagen del pianista perfecto. Ningún ordenador programado a tal fin hubiese logrado un equilibrio tan admirable: parece haber asimilado en la justa proporción lo mejor de los mejores, y en ese sentido cualquier intento por clasificarle o circunscribirle a un género determinado supone un afán baldío y una simplificación abusiva.

Estos dos músicos estaban destinados a encontrarse, antes o después. Por separado venden muchos miles de discos (no hablemos ya de las consabidas descargas cibernéticas), y juntos habían de vender muchos más. Como así ha sido: con dos trabajos ya a sus espaldas (bien es cierto que grabados en las mismas fechas), Metheny y Mehldau forman un tándem de probada eficacia comercial. Su escala en Córdoba se inscribe dentro de una extensa y exitosa gira que incluye ciudades como Los Ángeles, Viena, Milán o Tokio. En este caso, como en otros muchos, comercialidad no implica ausencia de calidad. Por el contrario, la presencia sobre un mismo escenario de músicos de tamaña envergadura constituye algo más que un mero aliciente: una cita histórica.

jueves, 21 de junio de 2007

BEAUTIFUL GIRLS


Uno de los rasgos más atractivos del cine norteamericano (cuando, como ocurre con alguna frecuencia, éste es bueno) frente al europeo (cuando, como también suele ocurrir, no lo es tanto) estriba en su proverbial habilidad para hablar de las cosas más trascendentes, más serias, desde un prisma de absoluta amenidad, complaciendo en todo momento al espectador, en lugar de plantar la cámara en un eterno plano fijo para atormentar al respetable con discursos engolados.

Esta insólita comedia, que hace bien poco tuve ocasión de revisar, es el ejemplo perfecto de cuanto digo. Trata de eso que llamaríamos el miedo a envejecer -mejor quizá, del deseo de no crecer, el tan traído y llevado síndrome de Peter Pan-, de la ansiedad ante el futuro incierto, del miedo a la soledad y el hastío cotidiano. Sin embargo, lo que en manos de tantos cineastas europeos, cargados de ínfulas y pretensiones, resultaría un ladrillo de difícil o imposible digestión, sirve al americano Ted Demme -tristemente desaparecido- y a su impagable guionista Scott Rosenberg para cuajar cien minutos memorables, en los que el personal ríe, sonríe y se emociona a raudales, sin distinción de sexo ni edad.

El pretexto que sostiene el extraordinario guión de Beautiful Girls evoca otros títulos bien conocidos, como Reencuentro o St. Elmo´s Fire: la concurrencia de antiguos compañeros de Instituto que, años más tarde, intercambian experiencias y anhelos en un breve pero intenso plazo de tiempo. Aquí, no obstante, el grado de identificación con los personajes resulta mucho mayor, la proximidad y simpatía que despiertan traspasa la pantalla gracias a unos diálogos que destilan inteligencia, merced al trabajo de unos actores y actrices que, en su práctica totalidad, nunca -ni antes ni después- han estado mejor.
Es el caso de un Timothy Hutton que, lejanos ya los tiempos de Gente corriente (con la que logró un merecido Oscar), vuelve aquí por sus fueros y raya a gran altura; de Matt Dillon, otro buen actor poco aprovechado (al menos hasta la reciente Crash); de la deliciosa Natalie Portman, en un rol inolvidable; del desternillante Michael Rapaport (que ya estaba en la Poderosa Afrodita de Woody Allen) ... de un aluvión de secundarios a los que entiendes y conoces a la perfección en un par de pinceladas.
Entre tanto metraje grisáceo envuelto en parafernalia técnica, Beautiful Girls demuestra de manera fehaciente que la ausencia de efectos especiales (salvo que Uma Thurman sea un impecable efecto generado por ordenador), no es impedimento alguno para ofrecer auténtico y genuino espectáculo.

martes, 29 de mayo de 2007

ZODIAC: UN ALUVIÓN DE BUEN CINE


A estas alturas de la película albergábamos pocas dudas, la verdad sea dicha, acerca de la notable entidad artística de David Fincher, el director de títulos como Seven o El club de la lucha, por citar tan sólo los más afamados y, acaso, más redondos. Pero tras el visionado de Zodiac, su última cinta hasta la fecha, cualquier posible controversia tiende a diluirse. Fincher es un cineasta mayor que, con una filmografía aún no muy extensa, supera de largo al grueso de realizadores norteamericanos de la actualidad, excepción hecha de Spielberg, Scorsese y alguno más.

Para atrapar al espectador en la butaca durante cerca de dos horas y media, Fincher no necesita abrumar con cataratas de hemoglobina, ni marear al respetable mediante planos sincopados, de exigua duración. Se sirve de un guión de hierro, a la antigua usanza, de un puñado de actores en estado de gracia -con mención especial para Mark Ruffalo y Jake Gyllenhaal- y de una cámara sobria, que registra los hechos sin énfasis ni escorzos gratuitos, en un alarde de contención para los tiempos que corren.

El género de asesinos seriales ha dado en los últimos lustros tanto subproducto aparatoso y huero que Zodiac, por contraste, merece con creces el calificativo de obra maestra.

miércoles, 16 de mayo de 2007

MOZART VISTO POR BRANAGH

Vimos el otro día La flauta mágica, no la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart, sino la película de Kenneth Branagh realizada a partir del libreto y partitura de la célebre ópera. Y abandonamos la sala extasiados. Mis amigos y quienes me quieren saben bien de mi honda devoción por Mozart. Con eso quiero decir que iba uno con el ánimo predispuesto al disfrute. Sin embargo, muy a menudo el goce no guarda relación alguna con las expectativas. No fue éste el caso.

Y creo que el mérito no descansa tanto, o tan sólo, en la prodigiosa música del genio de Salzburgo como en los hombros de Kenneth Branagh. La versión que de la misma pieza realizara en 1974 el ínclito Ingmar Bergman no era en modo alguno desdeñable (se trataba de un film para la televisión sueca, si mal no recuerdo), pero carecía a mi entender del aliento lírico y épico de esta nueva traslación.

A Branagh el aficionado le valora sobre todo por sus sugestivas y poco convencionales adaptaciones de Shakespeare. Ya su primera película, Enrique V, le sirvió en bandeja sendas nominaciones al Oscar, como actor y director. Si en la primera faceta propende en ocasiones al histrionismo (no siempre, tiene asimismo actuaciones muy dignas), tras la cámara el inglés se muestra por lo común un cineasta imaginativo, muy dúctil, que huye del cliché manido y apuesta siempre por una puesta en escena arriesgada y compleja. Mucho ruido y pocas nueces refrendó esta cualidad y logró que miles de espectadores de todo el mundo pasasen por taquilla para aplaudir una comedia cargada de vitalidad y bonhomía. Cuando se aproximó a Hamlet, ese icono venerable de las tablas, el resultado fue más ampuloso, aunque no exento de interés. Entre medias, Branagh firmaría un thriller resultón, en la mejor tradición hitchcockiana, titulado Morir todavía. Emma Thompson era ya su pareja en la pantalla y en la vida real. Y un poco antes un film delicioso sobre el peso y el poso de la amistad: Los amigos de Peter.


Con el Frankenstein de Mary Shelley, Branagh se trastabilló un tanto. Como en todas sus películas había en ella instantes fascinantes, mágicos, pero en esta ocasión la pirotecnia visual resultaba excesiva y contraproducente. La composición de Robert DeNiro como la criatura que hizo célebre al hierático Boris Karloff marcaría el lento pero apreciable declive de la carrera del protagonista de Taxi Driver (ahora orientada casi en exclusividad hacia los roles cómicos o satíricos). En la actualidad Branagh ultima una nueva revisión: la del clásico de Joseph L. Mankiewicz La huella, que interpretaron dando un recital Laurence Olivier y Michael Caine, reemplazados para la ocasión por Jude Law y el propio Caine, si bien incorporando ahora, más talludito, el papel que en su día correspondió a Olivier.

Lo primero que uno advierte en La flauta mágica de Mozart/Branagh es la propensión de éste último hacia el gran espectáculo. Ya de entrada, abre la cinta con un antológico plano-secuencia, en el que seguimos la actividad frenética que se cuece en un laberinto de trincheras, a través del vuelo desinhibido de una mariposa. Las emociones, como en sus citadas adaptaciones shakesperianas, aparecen exacerbadas; los escenarios aúnan lo épico y lo fantástico, con decorados ostentosos que la cámara recorre con delectación; los efectos especiales se integran en la trama como contrapuntos chispeantes, irónicos, no carentes de sentido y buen gusto. Y el resultado de todo ello es que la pieza original cobra un dinamismo insólito, que hace que incluso el espectador más profano permanezca subyugado ante el colorido y la fuerza vibrante de las imágenes.

Naturalmente no por ello se trata de una función para todo tipo de públicos. Las dos horas y cuarto (que en el auditorio o teatro cuentan con el reparador descanso entre uno y otro Acto) se dejan sentir ineludiblemente, y la partitura de Mozart, en su descarnada belleza, resulta abrumadora para el oído neófito, para el no familiarizado. Pero ésos son reproches inevitables, que a nadie cabalmente pueden sorprender una vez está sentado en la butaca. Frente a ellos la balanza se decanta abiertamente hacia lo positivo: hacia el mérito de un cineasta que acomete cada empresa con el vigor y la ilusión de un debutante. Y que logra contagiar al espectador su pasión y su amor por la obra que representa.

sábado, 28 de abril de 2007

PAPEL Y CELULOIDE


Pasado jueves, día 26. Mesa redonda en el marco de la Feria del Libro de Córdoba. Intervienen el escritor Juan Cobos Wilkins, el cineasta Antonio Cuadri y quien esto suscribe. Enunciado: Papel y celuloide. Huelga decir que tenemos el cometido de debatir acerca de las tempestuosas relaciones entre cine y literatura, tema largamente discutido, pero del que siempre cabe decir cosas nuevas. O eso espero.

Para quien desconozca el dato, por otra parte bien conocido, Cobos Wilkins es autor de la muy estimable novela El corazón de la tierra, a partir de la cual Cuadri ha pergeñado la cinta homónima, de reciente estreno en las salas comerciales. Anoto aquí algunas de las ideas que afloraron en el curso de una velada que comenzó bajo un imperioso y repentino aguacero, salpicado de truenos, y concluyó al calor de unos platos bien servidos.

Es un hecho que el cine, ya desde sus mismos inicios, se sirvió profusamente de la literatura; pero también la literatura más o menos reciente –en particular, la de los últimos dos decenios– se alimenta de muchas de las convenciones que son intrínsecas al cine. Resulta usual toparse con libros diseñados como películas, de manera que puedan ser fácilmente trasladados a la gran (o pequeña) pantalla. Los cambios súbitos de escenario, las elipsis temporales, la premura en la narración, revelan bien a las claras esa mutua imbricación que, de modo consciente o no, está presente en el modus operandi de no pocos escritores actuales.

La gran novela del siglo XIX, desde Balzac a Dickens pasando por Tolstoi, fue el referente de los primeros cineastas, en un momento en que el cinematógrafo aún balbuceaba y no se había decantado en una u otra dirección. El norteamericano Griffith, director de El nacimiento de una nación e Intolerancia, no tuvo reparo alguno en explicitar esa deuda, que va más allá de la mera adaptación. En la actualidad el espectador tiene asumido que el cine –al menos el cine comercial, el que se gesta desde parámetros comerciales– cuenta historias, argumentos, de un modo análogo a lo que sucede en la novela decimonónica. Pero no necesariamente tendría que haber ocurrido así. El cine podría acaso haber optado por la representación documental o naturalista, en línea con los primeros escarceos de los hermanos Lumière; o bien haberse inclinado por una visión poética de la realidad, lo que hubiera supuesto mayores libertades pero una explotación lucrativa más problemática (la poesía, ya se sabe, no vende). En lugar de todo ello, los pioneros decidieron trasplantar al celuloide los códigos, las tramas e incidencias que estaban en el corazón de la novela, género que, no debemos olvidarlo, contaba por entonces con un arraigo formidable; arraigo que aún hoy subsiste, si bien limitado inexorablemente por la feroz competencia en el terreno del ocio.

Con todo, por encima de las notorias afinidades, la esencia última de cine y literatura no es en modo alguno unívoca. Valga un ejemplo. La anécdota que Hemingway recoge en El viejo y el mar se resume en unas cuantas líneas. Las páginas de los periódicos recogen de manera cotidiana multitud de sucesos de parecida índole. Sin embargo, lo que confiere entidad a esos hechos no es la naturaleza de los mismos en sí, sino la mirada que el autor proyecta sobre ellos mediante el uso de la palabra. Lo trascendente, pues, no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta. La plasmación de un estado de ánimo, de un proceso psicológico, se logran mediante el ritmo de las frases, mediante la cadencia de éstas. El autor construye en su mente imágenes que son sugeridas o evocadas a través de la palabra: ése es su instrumental. Por el contrario, cuando asistimos a la proyección de El viejo y el mar, filmada por John Sturges, las imágenes nos son, por decirlo así, impuestas. La palabra queda relegada a un rol secundario. El espectador no construye (o reconstruye) el rostro del protagonista en el interior de su mente, sino que tiene ante sí las facciones del gran Spencer Tracy. Los escenarios no cobran vida en virtud de un proceso interior; se despliegan, sin más, ante la vista del público, que dispone así de un margen mucho menor para su recreación y, en última instancia, para la interpretación.



El cine, pues, dicta un imaginario; la literatura, en cambio, incentiva la imaginación del lector. La cuestión, claro está, no se agota en un breve debate. Ha deparado, y lo hará en el futuro, abundante bibliografía. Lo que resulta incuestionable es que libro y película, literatura y cine, permiten alcanzar las más altas cotas de intensidad artística cuando quien maneja los hilos es un creador genuino, de raza. Y que ambos permiten ensanchar la comprensión del mundo que nos rodea, así como atisbar el fondo de la naturaleza humana.

Al término del debate nos encaminamos a La Cazuela. Allí conversamos con Cuadri, el descubridor de la Pataky, sobre sus pasiones cinéfilas, con Stanley Kubrick como principal deidad. Hay que alabarle el gusto. Juan Cobos Wilkins adora La noche del cazador, la única película como director que dejó el gran Charles Laughton. Ambos, cineasta y escritor, son personas afables, de vasta cultura, que hacen de la conversación un hábito placentero y enriquecedor. Nos despedimos bien entrada la noche, como viejos amigos que se citan para muy pronto. Así sea.

miércoles, 4 de abril de 2007

LA TRILOGÍA DE APU

Convertido ya en un artilugio de presencia habitual y uso asiduo en buena parte de nuestros hogares, y frente a la atonía de la cartelera reciente –con alguna que otra honrosa excepción–, el DVD continúa siendo para el aficionado al gran cine un reducto mágico, un refugio indispensable; un oasis en medio del desierto. El mercado depara día tras día nuevas ediciones, de las que sólo cabe congratularse pues suponen entre otros la posibilidad de acceso a títulos esenciales en el devenir del Séptimo Arte, y con notoria frecuencia de muy escasa o casi nula difusión en nuestro país.
Es el caso de la celebérrima Trilogía de Apu, tríptico editado por la firma Divisa, en cuya realización invirtió ocho años de su vida Satyajit Ray, el más universal de los realizadores indios. Nacido en Calcuta en 1921 y fallecido en la misma ciudad en 1992, Ray atrajo la atención de Occidente hacia el cine de su país de un modo análogo al impacto e interés suscitado por Kurosawa respecto de la cinematografía nipona. Sin embargo, mientras el nombre de éste último permanece vivo en el recuerdo de los cinéfilos merced a la reposición periódica de obras como Los siete samuráis o Rashomon, el legado de Ray es en buena medida un completo desconocido para las nuevas generaciones, que tienen en el formato digital la oportunidad de resarcirse y colmar esa laguna.

Músico, dibujante y escritor, Satyajit Ray fue un artista genuino, completo, en cuya formación cinematográfica tuvo decisiva influencia el acervo de cuatro realizadores predilectos: John Ford, Frank Capra, Ernst Lubitsch y William Wyler. Con todo, el influjo más apreciable es el del italiano Vittorio De Sica, con Ladrón de bicicletas como preclaro exponente. Primera, segunda y sexta película de la filmografía de Ray, la Trilogía de Apu, pese a no estar concebida ab initio como un conjunto, conforma una pieza unitaria dentro de su obra, al margen de que cada una de sus entregas tenga vida propia con independencia de las restantes. Pather Panchali (1955) se rodó en muy difíciles condiciones: Ray empezó a filmarla en 16 mm. en 1952, pero, tras serios problemas de liquidez, no pudo concluirla hasta tres años más tarde, cuando el realizador logró el apoyo financiero del gobierno de Bengala. Proyectada en el Festival de Cannes de 1956, certamen en el que obtuvo un premio especial al Mejor Documento Humano, la entusiasta acogida de la crítica permitiría al director indio la reanudación de su actividad dentro de parámetros de producción más convencionales y holgados.

Toda la trilogía, y muy en particular su primera entrega, permite vislumbrar ecos de la obra literaria de Rabindranath Tagore; no en vano, el director sería asimismo el responsable de un valioso documental pergeñado en 1961 en torno a la figura del autor de La casa y el mundo, novela ésta última que trasladaría igualmente a la pantalla bajo el título El mundo de Bimala. Como en Tagore, lo que preside las imágenes de Pather Panchali (La canción del camino) es una concepción del mundo abiertamente panteísta, en la medida en que las peripecias que acaecen a los personajes y el entorno en que discurren constituye un todo inseparable, por entero indiscernible. El argumento es en apariencia sencillo y diáfano, pero encubre cierta complejidad en su acercamiento riguroso a un modo de vida en el que la Naturaleza –un tanto como en Dersu Uzala, del citado Kurosawa– impregna y dota de sentido cada una de las acciones humanas.

El método del cineasta bengalí es, en ese sentido, modélico: si bien el relato del ciclo vital del joven Apu y quienes le rodean está marcado por un acendrado realismo, no es menos cierto que ese realismo resulta estilizado por una puesta en escena que revela un gusto por lo poético, un afán de filmar lo que acontece con modos y maneras puramente cinematográficos. La vocación naturalista, si bien presente en todo momento, se ve así matizada por las convicciones de un director que no pretende la mera ilustración del original literario, o una simple recreación de ambientes atávicos, sino la creación de un universo propio, en el que la mirada reviste un papel esencial. Henchida de imágenes de una belleza sobrecogedora y secuencias de imborrable recuerdo, la Trilogía de Apu es la obra cumbre de un director singular, y un manjar exquisito para los amantes del buen cine.

jueves, 15 de marzo de 2007

PETER VIERTEL: EL GENIO AGAZAPADO


No hace mucho, por mor de mis cuitas editoriales, tuve la oportunidad de compartir mesa y mantel con alguien a quien admiro como a pocos y desde antiguo. Hablo de Peter Viertel, escritor insigne y guionista de títulos célebres como La Reina de África o El viejo y el mar, por no hablar de la más reciente Cazador blanco, corazón negro, filmada por Clint Eastwood. Berenice, la editorial cordobesa que con tan buen tino y olfato dirige mi querido Javier Fernández, publicará en breve Una bicicleta en la playa, novela de Viertel que, por motivos que se me escapan, permanecía inédita en nuestro idioma. La feliz ocasión deparó una velada memorable.

La novela, digámoslo ya, es una completa delicia y una muestra flagrante, ostensible, del talento narrativo de Viertel; pero, Dios mediante, hablaremos de ella en este mismo lugar dentro de algunos días. Lo que ahora me interesa es trasladar al asiduo a este blog el carisma desbordante de quien es, para quienes saben de estas lides, una de las mayores leyendas vivas del Hollywood clásico.

Viertel es, a sus ochenta y siete años bien llevados, testigo de excepción de la era dorada de Hollywood, la del apogeo de los grandes estudios y el ascenso a los cielos de toda una constelación de estrellas; y asistió también al episodio infamante de la caza de brujas alentada por McCarthy, y a la desaparición, lenta pero inexorable, de un complejo entramado que había alumbrado tantas y tantas obras imperecederas. Amigo de Chaplin (un soberbio jugador de tenis, me dijo, aunque con mal perder), compinche de correrías varias de John Huston y Ernest Hemingway, entre otros nombres de postín, Viertel se asentó mediada la década de los sesenta en nuestra Costa del Sol, en compañía de su señora esposa: otro mito, por nombre artístico Deborah Kerr.

Varias cosas me quedaron claras tras esa comida de imborrable recuerdo para quien suscribe: en primer término, la capacidad de Viertel para referir sin desmayo y con gracejo no exento de mordacidad las anécdotas más jugosas y dispares. El término anglosajón storyteller debió gestarse para alguien como él. De otro lado me abrumó la lucidez mental, y la apabullante superioridad de ésta sobre los (inevitables) achaques físicos impuestos por la edad.

Y por último, pero no menos importante, la exquisita humildad de quien ha visto y vivido tanto... y tan grande... y tan bueno. Tuve la sensación, en fin, de encontrarme ante un genio humilde, discreto, agazapado tras sus movimientos y andares torpes, a la vez que dueño de un ingenio tan desbordante como letal.

Volveremos sobre Viertel. La ocasión bien lo merece.

jueves, 1 de marzo de 2007

EL CÍCLICO RITUAL DE LOS OSCAR


Todos los años, por estas mismas fechas, los cinéfilos –y los que no lo son tanto– debaten de manera más o menos enconada respecto del acierto o desacierto del palmarés final deparado por los integrantes de la Academia de Hollywood tras la gala de los Oscar. Debate que, unas semanas atrás, ya comenzó a gestarse, una vez se hicieron públicas las nominaciones en las diferentes categorías.
No es ningún secreto que tanto el Oscar como su correlato en las diferentes cinematografías –el César francés, el Goya español...– obedecen a un propósito puramente comercial: el público de todo el orbe acude en mayor número a las salas (y adquiere DVD´s) en función de cuáles sean las películas acreedoras a un mayor número de estatuillas. Con todo, ello no debe llevar a denostar con saña estos galardones, en aras de un purismo exacerbado. Lo cierto es que, con sus componendas y elementos circenses, los Oscar son una buena ocasión para echar la vista atrás y ponderar el rango artístico de la producción anual.
Siguiendo por esa senda, cabe concluir que el 2006 no ha sido un año particularmente boyante. Por supuesto, se han estrenado títulos de sobrado interés (como no podía ser de otro modo), pero ni el número de éstos ha sido abultado ni cabe aseverar que las cotas de calidad hayan sido similares a las de años anteriores. Algunos maestros han estado ausentes, tomándose un período sabático, y los que han hecho acto de presencia no han rayado en líneas generales a su mayor altura.
Entrando de lleno en el palmarés, puede afirmarse que lo más relevante ha sido el tributo, largamente demorado, de la figura y obra de Martin Scorsese. Varias veces nominado y siempre de vacío, el nombre de Scorsese amenazaba con entrar a formar parte del selecto grupo de cineastas que, a pesar de su majestuosa trayectoria, nunca recibieron un Oscar (y que encabeza como ejemplo más sangrante el orondo Hitchcock). Infiltrados es una película más redonda y acabada que sus dos intentos más recientes, Gangs of New York y El aviador que, a pesar de sus logros evidentes, resultaron un tanto desiguales y por debajo del nivel acostumbrado en el realizador italoamericano. Probablemente la razón principal estribe en que se trata de una intriga mucho más acorde con el terreno en el que mejor se desenvuelve Scorsese: el de los clanes y círculos criminales en los que valores tradicionales como moral y lealtad no están del todo ausentes, si bien adquieren perfiles tan difusos como fascinantes. El director logra un partido excelente de un reparto muy ajustado, en el que sobresalen los sólidos trabajos de Leonardo Di Caprio y Martin Sheen (aunque a la postre el único nominado fue el histriónico cometido de Mark Wahlberg). La única pega está en el guión de William Monahan, logrado pero excesivamente mimético respecto de la cinta original Infernal Affairs, producida en Hong-Kong y que, si bien carente del ritmo tenso y vibrante que sabe imprimir Scorsese, contenía ya las mayores virtudes de la intrincada trama.

A The Queen le venía algo grande la nominación como Mejor Película; por contra, poco se puede oponer ante el apabullante recital de Helen Mirren, que obligó a resignarse a nombres de tronío como los de Meryl Streep o Judi Dench, además de nuestra Penélope. Babel ha supuesto el punto final a la fértil colaboración entre el director González Iñárritu y el guionista Arriaga. Los eslabones anteriores, Amores perros y 21 gramos, ofrecían méritos más consistentes y una formulación menos pretenciosa. Por su parte, Little Miss Sunshine es un film amable y decididamente simpático, pero carente de la trascendencia que la Academia suele reclamar para los premios mayores; la misma que le sobra acaso a Cartas desde Iwo Jima que, rodada en japonés y subtitulada, era una apuesta demasiado arriesgada y radical, lo que no menoscaba la valía del nuevo trabajo de Clint Eastwood.

Finalmente, El laberinto del fauno, de Guillermo Del Toro, tuvo que conformarse con tres estatuillas en los apartados técnicos, para ceder el premio a la Mejor Película Extranjera en favor de la alemana La vida de los otros. Ambos títulos reunían méritos más que sobrados.

miércoles, 21 de febrero de 2007

INTROITO


Este blog pretende ser un punto de encuentro para todos los amantes del Séptimo Arte. La premisa básica no es otra que la de entender el cinematógrafo como un medio de expresión que engloba a los anteriores, constituyendo una formidable herramienta para entender y descifrar -siquiera en parte- el mundo que nos rodea, así como el interior -tan complejo e insondable- del ser humano.

Naturalmente, y justo por lo anterior, tendrán asimismo cabida pintura, música, teatro... para desmentir el tópico, tan arraigado como falaz, que presenta al cinéfilo como alguien recluido de continuo en una sala oscura, absorto y ajeno al pálpito cotidiano de la calle.

Bienvenidos todos. La vida manda.