sábado, 28 de abril de 2007

PAPEL Y CELULOIDE


Pasado jueves, día 26. Mesa redonda en el marco de la Feria del Libro de Córdoba. Intervienen el escritor Juan Cobos Wilkins, el cineasta Antonio Cuadri y quien esto suscribe. Enunciado: Papel y celuloide. Huelga decir que tenemos el cometido de debatir acerca de las tempestuosas relaciones entre cine y literatura, tema largamente discutido, pero del que siempre cabe decir cosas nuevas. O eso espero.

Para quien desconozca el dato, por otra parte bien conocido, Cobos Wilkins es autor de la muy estimable novela El corazón de la tierra, a partir de la cual Cuadri ha pergeñado la cinta homónima, de reciente estreno en las salas comerciales. Anoto aquí algunas de las ideas que afloraron en el curso de una velada que comenzó bajo un imperioso y repentino aguacero, salpicado de truenos, y concluyó al calor de unos platos bien servidos.

Es un hecho que el cine, ya desde sus mismos inicios, se sirvió profusamente de la literatura; pero también la literatura más o menos reciente –en particular, la de los últimos dos decenios– se alimenta de muchas de las convenciones que son intrínsecas al cine. Resulta usual toparse con libros diseñados como películas, de manera que puedan ser fácilmente trasladados a la gran (o pequeña) pantalla. Los cambios súbitos de escenario, las elipsis temporales, la premura en la narración, revelan bien a las claras esa mutua imbricación que, de modo consciente o no, está presente en el modus operandi de no pocos escritores actuales.

La gran novela del siglo XIX, desde Balzac a Dickens pasando por Tolstoi, fue el referente de los primeros cineastas, en un momento en que el cinematógrafo aún balbuceaba y no se había decantado en una u otra dirección. El norteamericano Griffith, director de El nacimiento de una nación e Intolerancia, no tuvo reparo alguno en explicitar esa deuda, que va más allá de la mera adaptación. En la actualidad el espectador tiene asumido que el cine –al menos el cine comercial, el que se gesta desde parámetros comerciales– cuenta historias, argumentos, de un modo análogo a lo que sucede en la novela decimonónica. Pero no necesariamente tendría que haber ocurrido así. El cine podría acaso haber optado por la representación documental o naturalista, en línea con los primeros escarceos de los hermanos Lumière; o bien haberse inclinado por una visión poética de la realidad, lo que hubiera supuesto mayores libertades pero una explotación lucrativa más problemática (la poesía, ya se sabe, no vende). En lugar de todo ello, los pioneros decidieron trasplantar al celuloide los códigos, las tramas e incidencias que estaban en el corazón de la novela, género que, no debemos olvidarlo, contaba por entonces con un arraigo formidable; arraigo que aún hoy subsiste, si bien limitado inexorablemente por la feroz competencia en el terreno del ocio.

Con todo, por encima de las notorias afinidades, la esencia última de cine y literatura no es en modo alguno unívoca. Valga un ejemplo. La anécdota que Hemingway recoge en El viejo y el mar se resume en unas cuantas líneas. Las páginas de los periódicos recogen de manera cotidiana multitud de sucesos de parecida índole. Sin embargo, lo que confiere entidad a esos hechos no es la naturaleza de los mismos en sí, sino la mirada que el autor proyecta sobre ellos mediante el uso de la palabra. Lo trascendente, pues, no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta. La plasmación de un estado de ánimo, de un proceso psicológico, se logran mediante el ritmo de las frases, mediante la cadencia de éstas. El autor construye en su mente imágenes que son sugeridas o evocadas a través de la palabra: ése es su instrumental. Por el contrario, cuando asistimos a la proyección de El viejo y el mar, filmada por John Sturges, las imágenes nos son, por decirlo así, impuestas. La palabra queda relegada a un rol secundario. El espectador no construye (o reconstruye) el rostro del protagonista en el interior de su mente, sino que tiene ante sí las facciones del gran Spencer Tracy. Los escenarios no cobran vida en virtud de un proceso interior; se despliegan, sin más, ante la vista del público, que dispone así de un margen mucho menor para su recreación y, en última instancia, para la interpretación.



El cine, pues, dicta un imaginario; la literatura, en cambio, incentiva la imaginación del lector. La cuestión, claro está, no se agota en un breve debate. Ha deparado, y lo hará en el futuro, abundante bibliografía. Lo que resulta incuestionable es que libro y película, literatura y cine, permiten alcanzar las más altas cotas de intensidad artística cuando quien maneja los hilos es un creador genuino, de raza. Y que ambos permiten ensanchar la comprensión del mundo que nos rodea, así como atisbar el fondo de la naturaleza humana.

Al término del debate nos encaminamos a La Cazuela. Allí conversamos con Cuadri, el descubridor de la Pataky, sobre sus pasiones cinéfilas, con Stanley Kubrick como principal deidad. Hay que alabarle el gusto. Juan Cobos Wilkins adora La noche del cazador, la única película como director que dejó el gran Charles Laughton. Ambos, cineasta y escritor, son personas afables, de vasta cultura, que hacen de la conversación un hábito placentero y enriquecedor. Nos despedimos bien entrada la noche, como viejos amigos que se citan para muy pronto. Así sea.

miércoles, 4 de abril de 2007

LA TRILOGÍA DE APU

Convertido ya en un artilugio de presencia habitual y uso asiduo en buena parte de nuestros hogares, y frente a la atonía de la cartelera reciente –con alguna que otra honrosa excepción–, el DVD continúa siendo para el aficionado al gran cine un reducto mágico, un refugio indispensable; un oasis en medio del desierto. El mercado depara día tras día nuevas ediciones, de las que sólo cabe congratularse pues suponen entre otros la posibilidad de acceso a títulos esenciales en el devenir del Séptimo Arte, y con notoria frecuencia de muy escasa o casi nula difusión en nuestro país.
Es el caso de la celebérrima Trilogía de Apu, tríptico editado por la firma Divisa, en cuya realización invirtió ocho años de su vida Satyajit Ray, el más universal de los realizadores indios. Nacido en Calcuta en 1921 y fallecido en la misma ciudad en 1992, Ray atrajo la atención de Occidente hacia el cine de su país de un modo análogo al impacto e interés suscitado por Kurosawa respecto de la cinematografía nipona. Sin embargo, mientras el nombre de éste último permanece vivo en el recuerdo de los cinéfilos merced a la reposición periódica de obras como Los siete samuráis o Rashomon, el legado de Ray es en buena medida un completo desconocido para las nuevas generaciones, que tienen en el formato digital la oportunidad de resarcirse y colmar esa laguna.

Músico, dibujante y escritor, Satyajit Ray fue un artista genuino, completo, en cuya formación cinematográfica tuvo decisiva influencia el acervo de cuatro realizadores predilectos: John Ford, Frank Capra, Ernst Lubitsch y William Wyler. Con todo, el influjo más apreciable es el del italiano Vittorio De Sica, con Ladrón de bicicletas como preclaro exponente. Primera, segunda y sexta película de la filmografía de Ray, la Trilogía de Apu, pese a no estar concebida ab initio como un conjunto, conforma una pieza unitaria dentro de su obra, al margen de que cada una de sus entregas tenga vida propia con independencia de las restantes. Pather Panchali (1955) se rodó en muy difíciles condiciones: Ray empezó a filmarla en 16 mm. en 1952, pero, tras serios problemas de liquidez, no pudo concluirla hasta tres años más tarde, cuando el realizador logró el apoyo financiero del gobierno de Bengala. Proyectada en el Festival de Cannes de 1956, certamen en el que obtuvo un premio especial al Mejor Documento Humano, la entusiasta acogida de la crítica permitiría al director indio la reanudación de su actividad dentro de parámetros de producción más convencionales y holgados.

Toda la trilogía, y muy en particular su primera entrega, permite vislumbrar ecos de la obra literaria de Rabindranath Tagore; no en vano, el director sería asimismo el responsable de un valioso documental pergeñado en 1961 en torno a la figura del autor de La casa y el mundo, novela ésta última que trasladaría igualmente a la pantalla bajo el título El mundo de Bimala. Como en Tagore, lo que preside las imágenes de Pather Panchali (La canción del camino) es una concepción del mundo abiertamente panteísta, en la medida en que las peripecias que acaecen a los personajes y el entorno en que discurren constituye un todo inseparable, por entero indiscernible. El argumento es en apariencia sencillo y diáfano, pero encubre cierta complejidad en su acercamiento riguroso a un modo de vida en el que la Naturaleza –un tanto como en Dersu Uzala, del citado Kurosawa– impregna y dota de sentido cada una de las acciones humanas.

El método del cineasta bengalí es, en ese sentido, modélico: si bien el relato del ciclo vital del joven Apu y quienes le rodean está marcado por un acendrado realismo, no es menos cierto que ese realismo resulta estilizado por una puesta en escena que revela un gusto por lo poético, un afán de filmar lo que acontece con modos y maneras puramente cinematográficos. La vocación naturalista, si bien presente en todo momento, se ve así matizada por las convicciones de un director que no pretende la mera ilustración del original literario, o una simple recreación de ambientes atávicos, sino la creación de un universo propio, en el que la mirada reviste un papel esencial. Henchida de imágenes de una belleza sobrecogedora y secuencias de imborrable recuerdo, la Trilogía de Apu es la obra cumbre de un director singular, y un manjar exquisito para los amantes del buen cine.