martes, 29 de mayo de 2007

ZODIAC: UN ALUVIÓN DE BUEN CINE


A estas alturas de la película albergábamos pocas dudas, la verdad sea dicha, acerca de la notable entidad artística de David Fincher, el director de títulos como Seven o El club de la lucha, por citar tan sólo los más afamados y, acaso, más redondos. Pero tras el visionado de Zodiac, su última cinta hasta la fecha, cualquier posible controversia tiende a diluirse. Fincher es un cineasta mayor que, con una filmografía aún no muy extensa, supera de largo al grueso de realizadores norteamericanos de la actualidad, excepción hecha de Spielberg, Scorsese y alguno más.

Para atrapar al espectador en la butaca durante cerca de dos horas y media, Fincher no necesita abrumar con cataratas de hemoglobina, ni marear al respetable mediante planos sincopados, de exigua duración. Se sirve de un guión de hierro, a la antigua usanza, de un puñado de actores en estado de gracia -con mención especial para Mark Ruffalo y Jake Gyllenhaal- y de una cámara sobria, que registra los hechos sin énfasis ni escorzos gratuitos, en un alarde de contención para los tiempos que corren.

El género de asesinos seriales ha dado en los últimos lustros tanto subproducto aparatoso y huero que Zodiac, por contraste, merece con creces el calificativo de obra maestra.

miércoles, 16 de mayo de 2007

MOZART VISTO POR BRANAGH

Vimos el otro día La flauta mágica, no la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart, sino la película de Kenneth Branagh realizada a partir del libreto y partitura de la célebre ópera. Y abandonamos la sala extasiados. Mis amigos y quienes me quieren saben bien de mi honda devoción por Mozart. Con eso quiero decir que iba uno con el ánimo predispuesto al disfrute. Sin embargo, muy a menudo el goce no guarda relación alguna con las expectativas. No fue éste el caso.

Y creo que el mérito no descansa tanto, o tan sólo, en la prodigiosa música del genio de Salzburgo como en los hombros de Kenneth Branagh. La versión que de la misma pieza realizara en 1974 el ínclito Ingmar Bergman no era en modo alguno desdeñable (se trataba de un film para la televisión sueca, si mal no recuerdo), pero carecía a mi entender del aliento lírico y épico de esta nueva traslación.

A Branagh el aficionado le valora sobre todo por sus sugestivas y poco convencionales adaptaciones de Shakespeare. Ya su primera película, Enrique V, le sirvió en bandeja sendas nominaciones al Oscar, como actor y director. Si en la primera faceta propende en ocasiones al histrionismo (no siempre, tiene asimismo actuaciones muy dignas), tras la cámara el inglés se muestra por lo común un cineasta imaginativo, muy dúctil, que huye del cliché manido y apuesta siempre por una puesta en escena arriesgada y compleja. Mucho ruido y pocas nueces refrendó esta cualidad y logró que miles de espectadores de todo el mundo pasasen por taquilla para aplaudir una comedia cargada de vitalidad y bonhomía. Cuando se aproximó a Hamlet, ese icono venerable de las tablas, el resultado fue más ampuloso, aunque no exento de interés. Entre medias, Branagh firmaría un thriller resultón, en la mejor tradición hitchcockiana, titulado Morir todavía. Emma Thompson era ya su pareja en la pantalla y en la vida real. Y un poco antes un film delicioso sobre el peso y el poso de la amistad: Los amigos de Peter.


Con el Frankenstein de Mary Shelley, Branagh se trastabilló un tanto. Como en todas sus películas había en ella instantes fascinantes, mágicos, pero en esta ocasión la pirotecnia visual resultaba excesiva y contraproducente. La composición de Robert DeNiro como la criatura que hizo célebre al hierático Boris Karloff marcaría el lento pero apreciable declive de la carrera del protagonista de Taxi Driver (ahora orientada casi en exclusividad hacia los roles cómicos o satíricos). En la actualidad Branagh ultima una nueva revisión: la del clásico de Joseph L. Mankiewicz La huella, que interpretaron dando un recital Laurence Olivier y Michael Caine, reemplazados para la ocasión por Jude Law y el propio Caine, si bien incorporando ahora, más talludito, el papel que en su día correspondió a Olivier.

Lo primero que uno advierte en La flauta mágica de Mozart/Branagh es la propensión de éste último hacia el gran espectáculo. Ya de entrada, abre la cinta con un antológico plano-secuencia, en el que seguimos la actividad frenética que se cuece en un laberinto de trincheras, a través del vuelo desinhibido de una mariposa. Las emociones, como en sus citadas adaptaciones shakesperianas, aparecen exacerbadas; los escenarios aúnan lo épico y lo fantástico, con decorados ostentosos que la cámara recorre con delectación; los efectos especiales se integran en la trama como contrapuntos chispeantes, irónicos, no carentes de sentido y buen gusto. Y el resultado de todo ello es que la pieza original cobra un dinamismo insólito, que hace que incluso el espectador más profano permanezca subyugado ante el colorido y la fuerza vibrante de las imágenes.

Naturalmente no por ello se trata de una función para todo tipo de públicos. Las dos horas y cuarto (que en el auditorio o teatro cuentan con el reparador descanso entre uno y otro Acto) se dejan sentir ineludiblemente, y la partitura de Mozart, en su descarnada belleza, resulta abrumadora para el oído neófito, para el no familiarizado. Pero ésos son reproches inevitables, que a nadie cabalmente pueden sorprender una vez está sentado en la butaca. Frente a ellos la balanza se decanta abiertamente hacia lo positivo: hacia el mérito de un cineasta que acomete cada empresa con el vigor y la ilusión de un debutante. Y que logra contagiar al espectador su pasión y su amor por la obra que representa.