miércoles, 23 de diciembre de 2009

AMAZONA REPOSANDO TRAS LA BATALLA

Rafael Gordon, su director, lo ha denominado largometraje de no ficción. Pero la mayoría de los espectadores lo verán, sin más, como un documental. La mirada de Ouka Leele es su título, y como cabe suponer gira en torno a la creadora que adquirió celebridad durante la "Movida" madrileña, allá por los años ochenta del pasado siglo.

El mcguffin lo constituye el encargo que la protagonista recibe: pintar un enorme mural en Ceutí, minúsculo pueblecito murciano. El proceso de creación de esa obra vertebra un relato que, al tiempo, opera como retrospectiva sobre la vida y la obra de Ouka Leele. Es inevitable la evocación de El sol del membrillo, que tenía al genial Antonio López como eje; aunque, sin intención de desmerecer el buen oficio y el empeño de Gordon, Victor Erice se encuentra ubicado varios peldaños más arriba.

Los recuerdos de infancia, la visión del arte como motor vital, se van desgranando con ritmo pausado, que no tedioso. La mirada de Ouka es ciertamente la de una criatura peculiar, que alberga y concita una extraña fascinación, entre la ingenuidad palpitante de un niño y la madurez del artista que se ha asomado sin recato a los entresijos del alma.

Con todo, y sin negar su corrección, el film no dejaría en el ánimo una honda huella de no ser por un pasaje muy concreto: Ouka Leele rememora ante la cámara la enfermedad, el cáncer que la hostigó con saña durante un tiempo, y del que salió, como en el adagio de Nietzsche, más fuerte. Causa asombro el modo relajado, sosegado, en que habla de la conmoción de aquellos días; del veneno lacerante de la quimioterapia. Lo hace sin fatalismo, sin truculencia; convencida de que aquel trance le reveló aspectos de la realidad que le eran por completo ajenos, o en los que apenas había reparado hasta entonces.

En ese momento La mirada de Ouka Leele cobra una intensidad única. Y el cine nos recuerda que puede ir más allá, mucho más allá de la mera y fugaz evasión.

sábado, 31 de octubre de 2009

PASAJE A LA INDIA: EL ECO INTERIOR


Pasaje a la India (A Passage to India, 1984) fue la última película de la brillante, aunque no muy prolífica trayectoria de sir David Lean. El británico la rodó catorce años después del estreno de su anterior obra, La hija de Ryan (Ryan`s Daughter, 1970), cuya discreta acogida crítica y comercial le sumió en una honda depresión. Tras el aluvión de premios y galardones cosechados por títulos anteriores como Lawrence de Arabia, El puente sobre el río Kwai o Doctor Zhivago, sus expectativas eran muy elevadas, y el tono gélido y un tanto desdeñoso con el que la industria acogió el film protagonizado por Sarah Miles y Robert Mitchum –se llegó a tildar al ya sexagenario realizador de “viejo dinosaurio”– le indujo a la convicción de que su tiempo había pasado.

Aunque con matices significativos, algo de cierto había en ello. La década de los setenta contempló el advenimiento de una flamante generación de cineastas, cuyos postulados –cuanto menos en primera instancia– diferían sustancialmente de los patrones aplicados con antelación por los grandes estudios. La irrupción de nuevas tecnologías en materia de efectos especiales, hasta entonces empleados de manera colateral y no como una baza de primer orden, desplazó el interés de los espectadores hacia cuestiones cada vez más alejadas de las historias en sí y de los personajes que en ellas aparecían.

Pero Lean, tras un largo período de alejamiento, y después de malograrse varios proyectos –entre ellos una recreación del célebre Motín de la Bounty–, volvió a situarse finalmente tras la cámara con esta adaptación de la novela homónima de E. M. Forster que, al margen de su incuestionable envergadura, y en lo que se interpretó como una suerte de desagravio, fue agasajada con un cuantioso número de nominaciones para los Oscar en la edición de 1985 –once concretamente–, incluyendo dos para el propio Lean en su doble faceta de director y guionista. La veterana Peggy Ashcroft, como mejor actriz de reparto, y el músico Maurice Jarre, lograrían a la postre sendas estatuillas.

E. M. Forster encarna en cierta medida el reverso del ilustre escritor que fue Rudyard Kipling. Si este exalta –con todos los atenuantes que se quiera– la supremacía y pompa del Imperio Británico, y su espíritu colonialista, Forster muestra una visión bastante menos entusiasta. Una estancia de seis meses en la India le bastó para constatar que el afán por imponer en la población autóctona códigos culturales que le resultaban completamente ajenos era baldío y estaba condenado al fracaso. En su obra Forster aboga por el necesario respeto a las señas de identidad de cada pueblo, y plantea asimismo las enormes diferencias existentes entre la mentalidad racionalista europea y la sabiduría oriental, más cercana al ámbito de los sentidos como medio para aprehender y desentrañar la realidad.

En Pasaje a la India, Adela Quested, una joven inglesa de buena posición, llega a Chandrapore en compañía de su futura suegra para reunirse con su prometido, magistrado a la sazón de la administración colonial británica. Allí conocerán a Aziz, un médico nativo que simpatiza pronto con ellas, y que más tarde les propone una visita de placer a las cercanas cuevas de Marabar. La expedición concluirá de manera insospechada: Adela imputa a Aziz un intento de violación, lo que origina una honda conmoción en la comunidad local, que asiste expectante y dividida en dos bandos al juicio que dirimirá la inocencia o culpabilidad del acusado.

Este es, a grandes rasgos, el esqueleto argumental de la novela que Forster publicó en 1924, esquema que Lean sigue con apreciable fidelidad –aun con las inevitables modificaciones– en el guión escrito por él mismo en Delhi en un plazo de seis meses. A partir de aquí interesa subrayar la presencia, en el que sería finalmente su último trabajo, de elementos harto recurrentes en el grueso de su filmografía. A saber:

a) La inmanencia del paisaje. Si el desierto no es un mero escenario sino un factor determinante en el itinerario vital de Thomas Edward Lawrence (Lawrence de Arabia), al igual que la estepa rusa cobra singular protagonismo en el drama íntimo de Yuri Zhivago (Doctor Zhivago), por citar tan sólo dos ejemplos paradigmáticos, en Pasaje a la India los personajes revelan sus pulsiones más ocultas al influjo de un entorno geográfico cuya fisicidad y presencia resultan en todo momento apabullantes. El misterioso eco que encierran las cuevas de Marabar se erige así en reflejo del mundo interior, una metáfora que Lean explora de modo persistente y con notables resultados.

b) El despertar sexual. No es difícil ni aventurado encontrar similitudes entre Adela Quested y, sin ir más lejos, la anterior heroína de Lean, la Rose que interpreta Sarah Miles en La hija de Ryan. Ambas provienen de un entorno represivo, asfixiante, que las ha sumido en una rutina y un estado de frustración que ansían superar. Sin embargo, dicha pretensión desembocará en una situación traumática, de consecuencias imprevistas.

c) El peso de la fatalidad. Los personajes de Lean parecen movidos por un sino al que, a pesar de sus ímprobos esfuerzos, resulta imposible escapar. El Azar, mediante una cadena de hitos en apariencia minúsculos e inescrutables, gobierna sus vidas con mano férrea.

Lejos del estilo amanerado y esteticista tan usual en los films de James Ivory –responsable de sendas adaptaciones de obras de Forster, Una habitación con vistas y Regreso a Howard´s End, cercanas en el tiempo a Pasaje a la India– la puesta en escena de Lean, más allá de su innegable y acostumbrada belleza plástica en el tratamiento de las composiciones, elude con sabiduría el riesgo del pintoresquismo y de la postal exótica, y no pierde jamás de vista el tuétano de la historia y la evolución de los diferentes roles. Su cine representa, en ese sentido, un caso prácticamente único en la historia del cinematógrafo. Concilia con admirable armonía la pesada maquinaria inherente a las grandes superproducciones de Hollywood con una mirada intimista, de marcada introspección y sutileza. Secuencias como la del viejo templo, perdido entre la abundante vegetación de la jungla –aportación de Lean que no figura en el original literario– dan buena muestra de su capacidad visual, de su inventiva para expresar mediante imágenes y sin necesidad de diálogos los avatares más recónditos de sus personajes.

Una vez más, el autor de Breve encuentro logra el mejor partido posible del reparto de actores con que cuenta; si bien, el proceso no estará exento de dificultades. Son bien conocidas las tensas relaciones que durante toda su trayectoria profesional mantuvo Lean con el que tal vez pueda ser considerado su actor fetiche, el también británico Alec Guinness. Desde la asumida convicción que cada uno de ellos albergaba del enorme talento del otro, lo cierto es que las diferencias de criterio habrían de aflorar casi de continuo, ya desde los días de El puente sobre el río Kwai, que le valdría a Guinness un Oscar por su encarnación del enloquecido coronel Nicholson. En Pasaje a la India Guinness interpreta al profesor Godbole, un erudito inefable, compendio del pensamiento oriental, y como era de esperar actor y director volvieron a enzarzarse en largas y tensas discusiones, sobre todo a cuento de una danza nativa que Guinness pretendía ejecutar y para la que se había preparado concienzudamente. El criterio de Lean, finalmente, terminaría por imponerse.

La australiana Judy Davis –en adelante asidua en los elencos de Woody Allen– logra una creación memorable en el papel de Adela Quested. Desde su primera aparición en pantalla, cuando al inicio del film contempla ensimismada una imagen enmarcada de las cuevas de Marabar –lugar que, como ya hemos visto, cobrará más tarde una importancia decisiva en su existencia–, la Davis refleja en su semblante y gestualidad el deseo de escapar de una sociedad anquilosada y jerárquica, cuyas rígidas convenciones la han maniatado hasta el hastío. Su viaje a la India adquirirá así el carácter de iniciático, dejando tras sí una huella indeleble, como se desprende de manera inequívoca del desenlace filmado por Lean.

Una historia de amistad entre hombres, como pocas ha brindado la historia del Séptimo Arte, es la que entablan el británico Fielding (James Fox) y el indio Aziz (Victor Banerjee). A pesar de las incomprensiones emanadas de la disparidad de culturas y de un entorno social poco propicio al entendimiento, ambos logran solventar sus diferencias y preservar el respeto mutuo que se profesan. Ahí reside uno de los muchos alicientes de esta soberbia película, cuya riqueza temática y formal se acrecienta con el paso de los años, y que supone la última muestra del ingente legado de ese cineasta, grande entre los grandes, que fue David Lean.

sábado, 8 de agosto de 2009

NACIDO PARA CORRER


(Texto publicado en ABC el 5 de agosto de 2009)

Cuando Jon Landau, el avezado cronista, le vio actuar por primera vez allá a principios de los setenta, conmocionado declaró: “He visto el futuro del rock. Se llama Bruce Springsteen”. El tiempo ha venido a demostrar que el vaticinio no andaba errado. Ha estado hace poco en tierras andaluzas y, frisando los sesenta años, el creador de The River ha ratificado que no hay nadie como él en la escena internacional.

¿Qué hace a Springsteen distinto al resto? Para empezar es un compositor formidable, a la altura del mejor Dylan, uno de sus maestros. Su repertorio cobija decenas de temas entre lo más granado que ha dado el género, tanto en lo musical como en cuanto a textos. Bruce –al que, es sabido, apodan desde sus inicios el Boss (el Jefe)– ha narrado emocionantes historias de perdedores que recorren las extensas y desoladas carreteras de la América profunda en busca de la tierra prometida, de un lugar en el que lamer sus heridas y empezar de nuevo, como si los golpes de la vida sólo fueran cicatrices en una piel curtida y recia. En su obra late un elogio de valores tan eternos y hoy en entredicho como la lealtad, la solidaridad con los más débiles, el respeto a los mayores –a pesar del ineludible choque generacional–...

Pero lo que convierte en insólito el caso de Springsteen no es tanto la defensa de esos principios como el que, a diferencia de la mayoría de sus colegas, su conducta se corresponde fielmente con aquello que enaltece. No ha construido pose alguna, no presume de aquello que no es. El éxito no le ha tornado un individuo arrogante o fatuo; comparte hotel con los músicos que le acompañan, a los que trata como lo que son: viejos amigos. Sin caprichos de estrella veleidosa, mezclándose con sus fans como uno más de ellos. Y entregándose en el escenario sin medida, devolviendo con creces el precio de la entrada sin mirar el reloj con impaciencia.

Su vida no es un rosario de escándalos; se limita a crear música y a interpretarla lo mejor que sabe (y no es poco). Es un amante del trabajo bien hecho; otro rasgo en retroceso en la era que vivimos.

El público le adora porque aprecia en él el liderazgo que brota de la cercanía y el talento, no del marketing o el discurso hueco y engolado. En estos tiempos de crisis ojalá contáramos en nuestra clase política con alguien que, siquiera remotamente, atesorara el perfil de líder de este chico de New Jersey, que, como reza la letra, nació para correr.


sábado, 4 de julio de 2009

DULCE FARRAH



Ha sido una semana infausta, en la que se han ido luminarias de las que no abundan. Medio planeta llora la pérdida de Michael Jackson, un talento natural que pareció quedar abducido para siempre por su papel de zombi en Thriller, el cortometraje de John Landis. Rondando el siglo se despidió días más tarde Karl Malden, uno de los más grandes actores de reparto (secundarios, se decía antes) que ha dado el cine americano en toda su historia. Indeleble su recuerdo como el cura valeroso de La ley del silencio, así como su cortejo a la tierna Carroll Baker de Baby Doll, ambas firmadas por Elia Kazan, el genio delator.

Pero uno es dueño de sus afectos -al menos en parte- y la desaparición que más me ha conmovido ha sido de largo la de Farrah Fawcett. El mito televisivo de los 70 gozó de una popularidad difícil de sobrellevar para un corazón ingenuo y vulnerable, que era presa fácil para los facinerosos que tanto abundan en los entresijos del star system. Para sobrevivir en ese turbio entramado de corrupciones es preciso tener una coraza poderosa, algo de lo que Farrah, como Marilyn, carecía. Así, su carrera se vio salpicada de incidentes escabrosos en el terreno personal, que malograron sus posibilidades como actriz, mucho más holgadas de lo que se tiende a pensar. El estigma de una personalidad inestable y quebradiza hizo que los directores de casting la relegaran a trabajos de ínfima categoría, y los cineastas de renombre -salvo alguna honrosa excepción, como el Stanley Donen de Saturno 3- pasaron por alto su valía, desorientados ante el fulgor de su melena rubia y ondulante.

Su tormentosa relación con Ryan O´Neal, otra estrella expulsada del firmamento de la industria por parecidas razones, marca la trayectoria de una mujer que, en el ocaso de sus días, demostró a propios y extraños que su bondad y coraje rivalizaban con una belleza que hechizó sin medida a toda una generación de adolescentes. Los adolescentes que un día fuimos.

Hasta luego, querida, dulce Farrah.


domingo, 5 de abril de 2009

¿DÓNDE ESTÁ COPPOLA?


Desde que se consagró a la tarea de alentar los pasos como directora de su talentosa hija Sofía, Francis Ford Coppola, uno de los mayores cineastas de la historia, nos tiene huérfanos de obras maestras como la que acabo de revisar hace un instante en el DVD. Rumble Fish (rebautizada de modo absurdo en estos pagos como La ley de la calle) es una película tan hermosa que resulta difícil de creer. Es imposible olvidar un personaje como El Chico de la Moto (acaso la mejor interpretación de Mickey Rourke), un héroe trágico admirado hasta el extremo por su hermano menor, un Matt Dillon desorientado, en busca de su lugar en el mundo.
Aquí Coppola nos evoca más que nunca a su verdadero maestro, que no es otro que el Welles de Sed de mal. La estética elaborada y cercana al expresionismo, con una fotografía en blanco y negro prodigiosa; la banda sonora de Stewart Copeland, el baterista de The Police, que se adapta como un guante a las hipnóticas imágenes; las presencias escogidas de Tom Waits o una entonces prometedora Diane Lane... todo en este título de culto remite al genio que fue capaz de enhebrar la saga de El Padrino y Apocalypse Now.
Hace ya dos largos años que se estrenó en los USA Youth without youth, sin que ningún distribuidor se haya dignado exhibirla en España. Tras ella Coppola ultima estos días el rodaje -azaroso, según recogen las crónicas- de Tetro (en la que aparece nuestra Maribel Verdú). Problemas de financiación han estado a punto de dar al traste con este proyecto, lo que nos devuelve una vez más el eco de Welles, cuya trayectoria estuvo marcada por la incomprensión y recelo de la industria (además de por su indomable ego, todo hay que decirlo). En un momento en el que los cineastas de raza no abundan precisamente, uno cree que individuos como Coppola debieran ser auspiciados y mimados de por vida.
Pocos como él conocen el secreto del gran cine.

miércoles, 25 de febrero de 2009

VICKY CRISTINA... PE


Se cumplieron los pronósticos y nuestra Penélope de Alcobendas se hizo al fin con el Oscar que ya acarició hace dos años merced a Volver, de Almodóvar (si bien, en aquella ocasión lidiaba en la categoría de Mejor Actriz). Sólo cabe alegrarse. El galardón era de absoluta justicia. La comedia de Allen deja un sabor agridulce, no tanto porque su artífice no esté en su mejor forma (que también), como por el poso amargo que la impregna y que termina adueñándose de la historia, bajo una fachada -como de costumbre- de diálogos chispeantes e inteligentes, marca de la casa.

Creo que el elenco está muy bien -a Bardem tal vez se le advierte algo desconcertado, como si no tuviera del todo claro su personaje-, aunque sobresalen del resto Rebecca Hall y nuestra Pe. Si la película se resiente de algún altibajo a partir de su ecuador, la ex de Cruise solventa cualquier contingencia con un despliegue de talento que evidencia, por si quedaban dudas, que se trata de mucho más que de una simple cara bonita (o fotogénica).

Por lo demás, me congratulo del éxito -cantado- de Slumdog Millionaire, una película brillante y fresca, inopinada en un cineasta tan anodino como Danny Boyle; ya he escrito aquí mismo que El curioso caso de Benjamin Button no colmó, ni con mucho, mis expectativas. Correcta, elegante en ocasiones... pero prescindible. Puro envoltorio. Frost/Nixon cuenta con un guión aquilatado y el trabajo portentoso de Frank Langella (a años luz del que perpetró con el mismo personaje el por otra parte excelente Anthony Hopkins); pero Ron Howard sigue sin alcanzar la mayoría de edad (y eso que ya pasó el sarampión). Mi nombre es Harvey Milk es poco más que un telefilm aseado y previsible, que se beneficia de lo políticamente correcto del tema que aborda; como le ha ocurrido a su protagonista, un Sean Penn que tiende a la sobreactuación, y que le ha birlado al gran Mickey Rourke el Oscar que le correspondía en buena ley por El luchador.

Cosa distinta hubiera sido que en la terna de nominadas figurasen títulos como El caballero oscuro o Wall-E, que reunían a mi juicio méritos más holgados que la mayoría de los citados, pero resultaban acaso apuestas demasiado atípicas para las categorías principales, y estaban ya suficientemente amortizadas tras su exitosa acogida en todo el mundo.

domingo, 15 de febrero de 2009

EL CURIOSO CASO DE DAVID FINCHER


Precedida de un rosario de nominaciones para los Oscar se ha estrenado al fin El curioso caso de Benjamin Button, a partir del relato homónimo de F. Scott Fitzgerald. El autor de El gran Gatsby urdió en el mismo una premisa ciertamente sugestiva: el protagonista nacía como un anciano y rejuvenecía con el correr de los años, recorriendo un itinerario contrario -al menos en su apariencia externa- al de sus congéneres.

En este blog hemos ponderado con antelación la gran talla de cineasta que atesora David Fincher. Dueño de un poderoso estilo visual, se trata sin duda alguna de uno de los mejores realizadores de la actualidad y, en consecuencia, una elección más que razonable por parte de los productores Kathleen Kennedy y Frank Marshall (colaboradores desde hace décadas de Steven Spielberg, quien de hecho barajó en el pasado acometer el proyecto contando con Tom Cruise como intérprete).

El resultado, sin embargo, suscita algunas dudas. Fincher ha filmado una película estimable, de factura impecable y sólida, en la que nada desentona ni rechina en el marco de una producción holgada, que ha de afrontar el oneroso reto de múltiples cambios de escenario y época. La acción abarca la práctica totalidad del siglo XX, con referencia expresa a sus principales hitos, y ello requiere una concienzuda labor de ambientación, resuelta de manera irreprochable. Con todo, a excepción de secuencias aisladas y meritorias, en El curioso caso de Benjamin Button hay poco lugar a la inspiración. El espectador asiste con moderado interés a las numerosas incidencias de la trama, pero raramente alcanza a sentirse conmovido por las mismas, acaso por una puesta en escena distante y fría, que concede por lo general mayor atención a los aspectos ornamentales que a la temperatura emocional de los personajes.

Hay un inconveniente añadido: la presencia de Brad Pitt como eje de la narración. A pesar de su flamante candidatura a la dorada estatuilla, sus limitaciones como actor quedan al descubierto de manera visible. No sostengo en modo alguno que Pitt sea una nulidad: tanto en El club de la lucha como en Seven -ambos títulos firmados por Fincher, curiosamente- salía airoso, al igual que en Doce monos, de Terry Gilliam; pero en los casos citados su labor se sostenía sobre la base de una gesticulación acusada, sobre un histrionismo que resultaba congruente con los roles que encarnaba. Benjamin Button, por el contrario, supone todo un desafío interpretativo. Alardes de maquillaje al margen, requiere contención, capacidad para expresar matices de enorme sutileza tan sólo con la ayuda de la mirada, o de movimientos muy limitados y escogidos. Algo, en suma, al alcance de muy pocos actores... de los verdaderamente grandes. Brad Pitt, por más que pese a sus muchas admiradoras, se encuentra un escalón por debajo.

En abierto contraste, la presencia de Cate Blanchett se erige en una de las mejores bazas del film. Su aparición en pantalla coincide casi invariablemente con los mejores momentos de la película, con mención especial para la bella escena nocturna en que intenta seducir a Benjamin bajo un templete de Central Park. Blanchett brilla con luz propia allí donde su partenaire deviene plano, un tanto insulso...

Durante el visionado uno evoca de cuando en cuando obras como Big Fish o Forrest Gump (no en vano el guionista de esta última es el mismo: Eric Roth), con las que comparte una atmósfera impregnada de fantasía así como una filosofía bastante naif pero no por ello menos efectiva de cara al gran público: la vida es efímera, "nunca sabes lo que te espera" y lemas de parecido tenor, tan ciertos como obvios. Se trata invariablemente -diferencias de calidad al margen- de películas que intentan persuadir al espectador, convencerle de que se le proporciona un conocimiento profundo, de enorme valor; películas que tratan de cuestiones importantes...

Recomendable en todo caso, hermosa en su estética al tiempo elaborada y esencial -que remite en buena medida a los lienzos de Edward Hopper-, El curioso caso de Benjamin Button se nos antoja un título notable que, sin embargo, y habida cuenta de sus ingentes posibilidades dramáticas, podría haber aspirado con mayores dosis de atrevimiento y audacia al sobresaliente cum laude. Como la ilustración esmerada que es, los devotos de David Fincher no vamos a abjurar por su causa de nuestra profesión de fe... pero sabemos que el autor de Zodiac está capacitado para escalar mayores cotas de osadía y talento.

domingo, 18 de enero de 2009

LOS ACADÉMICOS CIEGOS


No es que el asunto revista una enorme trascendencia, pero resulta un tanto patético el afán de la Academia de Cine española por relegar en la recta final al Oscar las obras que firma José Luis Garci. Un año tras otro se designa como candidatos a alzarse con la codiciada estatuilla (dentro de la categoría de Mejor Película en lengua no inglesa) a títulos cuyas opciones se antojan a priori más bien escasas, con lo que se cosecha una y otra vez idéntico resultado: la ausencia de nuestro cine en la terna de las cinco películas finalmente nominadas.

Como Garci no es afecto a la institución -se dio de baja ya hace algún tiempo, hastiado de las intrigas que se cuecen en sus aledaños-, se le ningunea con contumacia, cuando tanto Luz de domingo como Sangre de mayo (en particular la primera) son películas que el académico USA, el que a la postre vota y resuelve, hubiera saludado con mayor fervor que, por citar el ejemplo más reciente, Los girasoles ciegos.



Ocurre que José Luis Cuerda, director de la adaptación fílmica de la novela homónima del malogrado Alberto Méndez, representa el caso opuesto al de Garci. Plenamente integrado en el sistema, Cuerda goza con creces de los parabienes políticos y corporativos que al realizador de Volver a empezar se le niegan sistemáticamente.

Me alegro por Cuerda; al fin y al cabo fue mentor de Amenábar, a quien produjo Tesis. Pero deploro el encono con que se veja en su propio país al cineasta que no sólo logró el primer Oscar para nuestra cinematografía, sino que ostenta además el meritorio aval de haber sido nominado por la Academia de Hollywood en tres ocasiones más.
Un aval nada desdeñable; vamos, digo yo.